En las Orillas del Sar, así decía Rosalía de Castro desde su Santiago de Compostela a su Galicia.
La tierra de Galicia es un paisaje de relieves suaves con profundas penetraciones marinas llamadas rías. Así las costas gallegas son recortadas, altas, con acantilados quebrados y profundos, a causa de las cadenas montañosas costeras.
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En esa geografía, los ríos son cortos y caudalosos como el Miño y su afluente el Sil, como el Verdugo, el Ulla y aquel Sar inmortalizado por la romántica Rosalía.
En ese entorno, la vegetación atlántica natural predomina con sus bosques de hayas, castaños, abedules, robles y tilos y en los sotos, los brezos, las retamas y los helechos y tras la ceja del monte, los prados naturales siempre verdes.
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Entre mogotes, montecillos y bajíos aparecen y se ocultan corzos, gamos y jabalíes, mientras en sus ríos deambulan truchas, salmones, sábalos, sollas y anguilas.
Con temperaturas suaves, Galicia no conoce estaciones secas. Con una pluviosidad elevada, las nieblas y los días cubiertos otorgan al paisaje ese neblinoso encanto que torna en morriña la nostalgia.
Hacia el Atlántico, surge pletórico el otro paisaje gallego: la costa, poblada de rías y de acantilados apretando las pequeñas playas, puertos naturales de lanchas marisqueras y bateas siempre listas. Y como símbolo de una tierra que supo ser refugio de vándalos, suavos, visigodos y espíritu celta, la geografía gallega está salpicada de hórreos y cruceiros y sobre el mar, de mejilloneras y redes en ásperas manos pescadoras.
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Si a esa realidad el viajero agrega romería tras romería, bailes y arte, la visión de Galicia se torna arrebolada y grandiosa. Así sucede en Galicia, una brisa de húmedos bosques y neblinosos acantilados tras las voces eternas de Rosalía (2), de Emilia Pardo Bazán, de Castelao, de Cunqueiro y de Camilo José Cela.