MARĶA ESTHER DE MIGUEL
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El general, el pintor y la dama
Tenía un rostro de óvalo agraciado y perfil rotundo, la piel oscurecida por vientos y soles, firme el trazo de la boca, amplia la frente, brillantes los ojos de reflejos verdosos. El tiempo había aventado ya bastante pelo de su cabeza oscura, pero un hábil peinado disimulaba la calvicie. Era general pero vestía traje de paisano, altas las botas de reluciente cuero, chaqueta blanca la suya, pantalón oscuro, y en la mano ese latiguillo que jamás abandonaba, como no abandonaba su chambergo, aunque el chambergo no estaba entonces porque lo había dejado en la Secretaría Pública, desde donde había enviado una carta al gobernador de Corrientes, quien le pedía la venia para que el señor Domingo Faustino Sarmiento pudiera comprar ciertos bienes raíces en la provincia. "El es un arjentino y tiene derecho por ese título tan simpático para mi, a vivir en cualquier provincia nuestra siempre que las autoridades locales no se lo impidan...Yo desearía que hallare bienestar para él y para su familia", acababa de escribir en las oficinas del frente de su estancia de San José, que era ese Palacio en medio de la selva montielera, desde donde comandaba todo el país, menos la díscola Buenos Aires. Pendiente le había quedado la correspondencia con los caciques Culfucurá y Calíbar, a quienes solía tranquilizar accediendo a los pedidos de comida, armas y ropas con que dos por tres le daban el sablazo. Y también pendiente la respuesta a varias cartas enviadas desde Nueva York y Londres por Juan Bautista Alberdi, impenitente trotamundos siempre esforzándose por relacionarlo con el universo civilizado. Pero, apenas se secó la tinta de sus misivas, salió para ver en qué andaba su pintor. Se asomó primero a una de las galerías, y se acercó al rincón donde el pintor desplegaba el lienzo en el cual estaba tomando forma la escena por él bien conocida, porque la había vivido hacía mucho y rememorado no hacía tanto ante ese muchacho más bien agreste, de ojos inteligentes y barba renegrida, a fin de que fijara en la tela la suma de sus recuerdos. ¿Para qué?le preguntó Dolores, su mujer, no muy contenta con ese intruso que durante meses se apropiaría de un ala de la casa con sus trebejos. Para confirmar la memoria y de algún modo recuperar la gloriale respondió él. Y vaya a saber qué había entendido Dolores. Era tan joven Dolores. Al muchacho se lo habían ofrecido unos meses antes: es bueno, le informaron, pinta que es una preciosura, y aunque ésa no era palabra de su vocabulario, le había gustado la idea de que sus hazañas permanecieran más allá de los recuerdos propios, de allegados o enemigos. Para la posteridadhabía dicho su asesor inseparable, Benjamín Victorica, hombre letrado y amigo que terminó convenciéndolo. Aunque estaba más que alhajado su hermoso establecimiento de San José, con árboles traídos de Australia y de medio mundo, muebles importados de Hamburgo y damascos de Oriente y alfombras de Samarcanda y pianos de Alemania y platería del Perú, él sospechaba que algo faltaba. Algo casi imponderable como ese sueño de injertar, en medio de tantas comodidades, lujos y modernidades trasladadas de Europa, aquellas hazañas bélicas que habían fraguado su destino. Y hacerlo entonces, cuando ya parecía estar en paz. Porque se libran batallas para alcanzar la pazdecía siempre. Y decía, además: Las guerras pudren los campos, pero también las almas. Es curioso como la vida resuelve en ocasiones por uno, incluso cuando uno es alguien acostumbrado a decidir siempre por sí mismo. El lo estaba probando. Era Justo José de Urquiza. Era Presidente de la Confederación Argentina. Era 1857, un año complicado. Como tantos. De modo que, en la ocasión, aceptó al muchacho que se estaba haciendo hombre en lides de vocación y trabajo, y el hombre vino desde el Salto, desde la otra banda del río, con la carga adicional de una familia recién estrenada, a saber: su mujer, un crío, y otro en la panza de la doña, que se llamaba María. El pintor Blanes se la había presentado unos días atrás. María Linari de Copellodijo la señora, con vocecita leve, como aleteo de paloma, y cadencia que en seguida don Justo José adivinó italiana. ¿Y eso?preguntó Urquiza, más bien asombrado, porque el contratado era de apellido Blanes, y Blanes, al presentarla, había dicho: mi mujer. La fuerza de la costumbre, señorla excusó el pintor sin perder su compostura. La señora estaba casada con el señor Copello. Pero desde ahora es mi mujer y la madre de mis hijosagregó señalando a una criatura en brazos de la correspondiente criada y al otro ya insinuándose en su vientre. ¿Y aquélla?preguntó el general estanciero presidente, a quien nada se le escapaba, mirando a la niña, de unos diez años, que correteaba, en un lugar remoto del parque, tras Purvis, el perro traído como único trofeo de algunas batallas en la otra Banda, y al que había puesto el nombre de un general aliado. Es mía y de mi anterior esposoacotó la mujer con un leve rubor que descubrió Urquiza, como descubrió en la cara, levemente pálida por trajines de viaje pero ciertamente hermosa, rastros de años que sin duda superaban en número a los de su marido pintor. Se llama Ana María. Ven, niña, saluda al señor. La niña llegó corriendo, Purvis tras ella, pues buenas migas habían hecho can y criatura, y en tanto el animal iniciaba sus zalemas al amo y buscaba la correspondiente caricia, que el hombre otorgó palmeándolo cariñosamente, ella, la niña, con elocuentes modales de buena educación, hizo graciosa reverencia al señor del Palacio. Entonces se oyó un chillido y era chillido infantil, y era del niño en brazos de la criada y tal chillido sin duda recordó a la madre la hora de alimentarlo porque, después de solicitar el pedido pertinente para retirarse, se la entrevió en la sombra de una habitación en menesteres de madre, al aire su pecho y en el rostro ese gesto como solemne que las mujeres adquieren cuando amamantan. Pensativo quedó don Justo José por un detalle para nada escamoteado a su perspicacia: nadie había dicho si la señora María Linari era supérstite del marido difunto, vale decir, viuda, o separada del fugazmente mentado señor Copello. Pero mejor no desperdiciar tiempo en acertijos de tal calaña y respetar en silencio el silencio de la pareja, se dijo el general. ¿Acaso podría tirar la primera piedra? Si sabría de las complicaciones insólitas que suele originar el amor o simplemente el trato con mujeres. Cuando apenas tenía diecinueve años, él había iniciado su larga carrera de progenitor (o de padrillo, murmuraban por ahí) Un hermano zafado solía decirle: a éste se la ponen dura los tiros y las campañas. Vaya insolencia la del hermano, que era Cipriano, siempre boca suelta. Pero, en verdad, había empezado bien mozo en esas cuestiones de las polleras. Concepción: así se llamó la hija que tuvo con Encarnación Díaz (entre nominaciones sacras parecía andar esa niña concebida no sólo detrás del sacramento sino casi casi en casa pública). Se entresonríe el general: aunque amigo de la risa, cuando ríe lo hace con ganas, pero no suele desperdiciarla. Fornido y enhiesto, curtida la tez por tantos soles recibidos, avizores los ojos, firme la mirada, retoma la marcha por la galería. El asunto de la Encarnación había sido en los comienzos de su virilidad y en un rancho al que su hermano, sin duda por paterna orden, enderezó los pasos del jovencito alborotado, aunque ya, por las suyas y a escondidas, el mozo andaba en trotes similares. La Encarnación era una muchacha querendona y al alcance de más de uno, sobre todo si ese uno era hijo de don Joseph de Urquiza. Y la Encarnación dijo que sí una vez y otra y cuántas, vaya a saber, hasta que un día lo esperó, entre lagrimones y risas de contentamiento, para anunciarle: estoy gruesa. E1 vaya a saber qué dijo; no se acuerda ni hace falta, pero seguro que fue cortito, porque en momentos así los hombres se apabullan, sobre todo si es la primera vez. Pero de lo que entonces estuvo seguro, y ahora lo sigue estando, fue de cómo el corazón se le ensanchó en el pecho: pucha que es lindo ser padre, se dijo. Los viejos, a su manera, se dieron por enterados. Doña Cándida, la madre, santiguándose con apuro: Vaya con el benjamín, muy mozo para empezar. E1 padre, con consejito y moraleja: Hijo, dicen que quien hace el amor, engorda; quien sólo lo ve hacer, desmejora; pero quien abusa, enloquece. No lo olvides. Recuerda el general que la mujer del caudillo oriental Artigas, la paraguaya Melchora Cuenca, fue quien alzó a la niña en la pila bautismal. Porque por aquellos días él andaba metido en líos que lo iban introduciendo en la política y en la Otra Banda. Hasta entonces, undécimo hijo de don Joseph Narciso Urquiza y de doña Cándida García, sólo se había preocupado por dirigir a la peonada en esos duros trabajos de acrecentar el fundo de la familia en la agreste geografía montielera: montes impenetrables, bichaje de toda laya, gauchos cimarrones. Pero a esa tarea comenzó a sumarle otras, las de la política. Así va pensando Urquiza en tanto recorre las vastas galerías de la casa y mira al pintor Blanes, empeñado en su tarea, y a la mujer de Blanes alejándose, con sus niños, entre nubes de polvo, en la calesa que los había traído, y que entonces está viendo en el portalón de salida, y ya introduciéndose en el camino rumbo a la villa de Concepción, ex del Arroyo de la China. La historia de aquel momento lejano había sido así: su hermano Cipriano José, arrimado al oriental Artigas, tuvo dificultades políticas. La volteada terminó arrastrándolo a él y al padre, y en la caída, por ese devanar de arriesgadas aventuras en la Banda Oriental, se les confiscaron bienes, perdieron ganado y él tuvo que alejarse de la susodicha Encarnación Díaz pero no de la hija, a la cual, en el momento oportuno, reconoció y ayudó a criar y también, pasados los años, a casar, que uno es padre una vez, pero lo es para siempre, como en tantas ocasiones se lo han recordado los curas y su propio corazón. No hace mucho le comentaron a Urquiza: La Encarnación Díaz es mujer de todos menos de sí misma. Todo el día está dándole al trago. Dicen que dos por tres se la ve, pasada en copas, gritar por calles y caminos: mírenme a mí que he sido la amante del Gobernador y ahora soy pura piltrafa. Así las cosas (sigue rumiando el general presidente camino a su Secretaría Pública), cuando él, Justo José de Urquiza, vino de sus correrías orientales, ya andaba enceguecido por otros ojos, que eran los de Segunda Calvento. Como para acordarse de Encarnación Díaz estaba. Segunda Calvento, niña de familia principal (según comentó a muchos Beatriz Bosch, conocedora como ella sola de la estirpe), era hermana de Norberta, una muchacha que había noviado con Pancho Ramírez, el Supremo Entrerriano, aquél que en los años veinte, para susto de porteños, ató su pingo y el de sus lanceros en la mismísima Pirámide de Mayo, después de la batalla de Cepeda. Pues bien, por culpa de la Delfina, brasileña entrometida y valiente, la Norberta Calvento se quedó sin poder usar el traje de esponsales que sólo le sirvió como mortaja. De su hermana Segunda se enamoró el menor de los Urquiza. La hizo suya debajo de una pérgola, al anochecer y en verano. Y con ese encanto de criatura tuvo un hijo y después otro y otro y otro más, que fueron serios y consecuentes esos amoríos con la Segunda, damita bella y entretenida que se le entregó, sin decir ay, una vez y otra y muchas y tantas como para parirle cuatro hijos al hilo. Aunque sin casorio. Espumas de recuerdos invaden al general estanciero, hoy Presidente de la Confederación Argentina, ya cincuentón largo: para la gloria y también para las injurias, en su vida han contado siempre las mujeres y los hijos. Pero nunca le incomodaron ni tales glorias ni tales injurias. ¿Por qué no se casó, teniendo como tenía una familia casi constituida? En verdad, eran años de tumulto y sedición en los que no había ocasión para cumplir el débito matrimonial con la mujer propia y apenas si para picotear con las ajenas. Pero, reflexiona, ¿acaso fue sólo por eso? Ahora, ya entrado en años y experiencias, Urquiza tampoco sabe qué responderse, como no lo supo en la ocasión. Probablemente fue porque todo su empeño estaba puesto en hacer lo que estaba haciendo: construir fortuna y prestigio político. Desde joven la había visto clara: por un lado estaban las regiones y sus banderas federales, y por otro los porteños mandamás, llámense con el nombre que se quiera: Junta, Triunvirato o Directorio. Ya había sido la batalla de Cepeda, ya estaba vencido el poderío directorial, ya había corrido sangre y muerto de muerte injusta Pancho Ramírez, el Supremo que soñó con hacer de la región, República. ¿Qué más? Acabado el tiempo de las armas, venía el de la política. Los vecinos lo quisieron diputado y fue diputado, lo eligieron gobernador y fue gobernador. Ahora lo quieren Presidente y ahí está, Presidente. Para defender las autonomías provinciales, para buscar empréstitos a fin de fomentar la ganadería y la educación, para arreglar la deuda pública (válgame Dios, si aún siguen impagas las del año 10, contraídas para gestar la revolución). Pero, sobre todo, ser presidente significa dar una Constitución a este país de díscolos e intemperantes. Y díganme, con tantas gestiones, hilvanadas una detrás de otra, ¿había tiempo para pensar en casorio? De modo que ahí está el general, en esa mañanita de agosto más bien fría, recordando a sus mujeres, presentes gracias a esa María Linari venida con su cría propia y la que ha tenido con Blanes, el pintor recientemente contratado para fijar en el óleo las glorias de sus batallas. Urquiza sabe que ha amado a muchas mujeres. Y si para tantos los amores posteriores al primero no son más que variantes y repeticiones del inicial, para él cada una ha sido distinta. Desde la Díaz hasta Dolores Costa, última y definitiva, entonces con él en San José. Aunque mediante ceremonial que no termina de convencer al padre Ereño, como moscardón siempre encima: hay que arreglar, general, hay que arreglar la papelería. Ahora es otro día y Juan Manuel Blanes lo ha visto llegar, galería abajo, y se le acerca, pincel en mano, sonrisa a flor de labios y una demanda, la misma que lo tiene en suspenso durante muchas horas y muchos días:
¿Está lo acontecido en el cuadro que está pintando el pintor?
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