El Siglo XX nació con más de un pan bajo el brazo: en Europa, Freud publica su Interpretación de los Sueños (1900), mientras que otros fallidos pero impactantes Zeppelin hacen su aparición celestial en el mismo año. Apenas después, ven la luz el Lord Jim de Conrad, y los rayos X (1901). Casi sin solución de continuidad, en la misma década se producen los primeros y fundacionales vuelos de Los hermanos Wright (1903); en Francia se divorcian la Iglesia y el Estado (1905); Koch gana el Nobel por descubrir el bacilo de la tuberculosis (1906); Marconi por las ondas hertzianas que darían lugar a la transmisión radial (1909) y así seguirán estos días alados, este nuevo iluminismo que se regala la civilización antes de la guerra del catorce. En Buenos Aires -Argentina- las cosas eran, literalmente, otro cantar. El Rio de la Plata abría su cuenca a las inmigraciones masivas y empezaba a proponer, como fruto de una mixtura caleidoscópica y cromática, un ilumnismo distinto, personal y único. Más florido para el espíritu que para la ciencia, si se quiere: nacían Roberto Arlt, Gardel (Ni 1890 ni 1887, el morocho fue claro: yo nací a los tres años, en el Abasto) el tango, y el filete. Ninguno de ellos se consolidaría realmente hasta dos o tres décadas después. No obstante, esos fueron los años clave donde se concebía un fenómeno inédito y trascendental. Fue el período que talló, pulió y lustró un arte global, conceptual, integrando música baile, imagen; una estética plena de belleza, drama, escándalo, tristeza, decadencia, gloria, mística y violencia.Todo junto en esos compases de hechicería. Compases itálicos, hispánicos, rusos, negros, judíos y criollos. Todo junto, entreverado en esas líneas barrocas, en esos colores, en esas cadencias vocales y milongueras. Las décadas que van del Siglo al cuarenta tienen mucho para contar. Nosotros, como porteños, preferimos recordarlas desde el tango, desde Gardel y desde el filete, en este caso orientados por un experto. Jorge Muscia, uno de los fileteadores más jóvenes y activos, además de investigador del género, señala una interesante confluencia: la crianza familiar entre el tango y el filete, nutrida por la atmósfera de aquella babilónica Buenos Aires netamente inmigratoria, a la vez cosmopolita, próspera y miserable, que al empezar el siglo recibía sujetos y objetos del deseo, el hambre y los milagros de todo el mundo a través del mar. Un gran filete universal se iba concibiendo entonces en la espesa Cuenca del Plata; ese corazón desorientado, viscoso e imprevisible de América. Aquí -asegura Muscia- Gardel, el tango y el filete, se convierten en testimonios únicos -por vitalidad y vigencia- de cultura urbana, trascendiendo su historia para transformarse en dinamismo puro, fusión permanente, vanguardia visceral de nuestra esencia. Pero fue -a nivel de lo que hoy podríamos llamar la massmedia- la difusión espontánea desatada por Gardel y su filetesca sonrisa, lo que terminó de consagrarlos mutuamente.
Así, por mística ósmosis, Gardel canoniza lo que toca con su imagen o su voz, dejando espíritus y estelas que deambulan como fantasmas o almas en pena por Buenos Aires, por Broadway, por el Abasto, por París, por Tokio, por el resto del siglo que cortejó su ausencia, a partir del 35. Hasta entonces -y también después- el cantor fileteaba, imprimiendo, su voz colorida sobre el negro de los primeros discos de pasta, en el acetato más tarde y así lo siguió haciendo hasta el actual formato digital que, finalmente y pese a todo, no consiguó despojarlo de su aura. El porteño del siglo sembró, además, la semilla que cosecharían, eligiendo distintos perfiles de esa magia, los herederos de su hechicería; Goyeneche, Rivero y tantos más. Pero no podríamos decir que su santidad benefició a todos. Por el contrario, semejante presencia ensombreció la de muchos otros gigantes que tuvieron la desgracia de ser sus contemporáneos, como Mario Pardo, Ignacio Corsini, o Hugo del Carril; números diez en la Selección de Maradona; bandoneones solistas en la orquesta del gordo Troito, en fin... Salieris talentosos pero inevitablemente opacados por un grande entre los grandes. Tangos y filetes. Notas y pinceles que a una distancia secreta se codeaban como parejas en la pista. Como potrillos cabeza a cabeza en la implosión desatada por aquella fervorosa Buenos Aires que nos convoca a la vuelta de cada artículo. Ese fervor le pertenece también a Gardel: es fervor de colores brillantes y estridencias vocales; de la guitarra sola, acaso húmeda, del paisano que tocaba milongas y el morocho escuchó antes de hablar siquiera. Ese fervor de las grandes orquestas, de los bailes populares y masivos, de la alegría derramada por los bandondeones sobre un tiempo imprevisible y un compás secreto; ese fervor se lo debemos a una voz que no es de este mundo. Esa voz que logró Lo que nunca nadie, antes de que la industria discográfica cambiara completamente las cosas para la música en general.
El tango y el filete son, para Jorge Muscia, "parte de una misma historia". Los descubrió casi juntos -algo baila- y sus temas, como fileteador artístico son (muchos; casi todos) tangueros. El taller está habitado por imágenes de bailarines, músicos, instrumentos. Todos ellos, resucitados por el filete: mágico, antiguo, centenario, secular.
Guapo; pero guapo, guapo, guapo, no era exactamente el oficio de Gardel, si bien conocía el barrio y los andurriales como para cantarlos, dibujando calles con esa garganta colorida. Garganta a la que, dicho sea de paso, hace poco intentaron desguazar mediante investigaciones donde con su habitual torpeza tecnológica, el positivismo científico intenta clasificar anatómicamente el aura sutil de todo arte: como buscando fe con una aspiradora.
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